Por Flor Zapata Ruiz, madre de Helena, que murió por el alcohol que otro bebió.
Mi padre siempre decía que en la carretera hay que ser solidario y parar cuando alguien está detenido en la cuneta, el arcén de hoy, por si pasa algo, por si necesita ayuda. Claro que cuando mi padre me decía esto, apenas había coches, yo iba montada en el depósito de gasolina de su pequeña moto o en la barquita del sidecar, casi no había grúas y, por supuesto, no existían los móviles.
Ahora, en muchos casos, aquellos que se paran para socorrer en un accidente terminan atropellados por los coches que vienen detrás, que ni siquiera aminoran la marcha. Y ahora, en este preciso momento, cuando yo necesitaba ayuda, algún coche que pasaba lo hacía a tal velocidad que ni me veían. Tampoco era un buen momento para parar: hacía un frío del carajo, que diría el dicho, y todo el mundo andaba con prisas para llegar a su casa.
Por fin, en aquella inmensa recta, divisé que se acercaba un camión. Mi padre siempre decía que los más solidarios eran los camioneros, precisamente porque ellos estaban todo el día en esas carreteras y sabían lo que era sufrir. También poco que ver con los camiones actuales, repletos de última tecnología y cuyos conductores tienen que observar sus horas de ruta y de descanso escrupulosamente. Éste era un camión grande, rojo y enseguida vi que señalizaba para parar.
Caminé hasta donde había estacionado. Estaba un poco retirado porque yo me había asegurado de poner las dos señales de coche averiado bastante retiradas. No entiendo cómo hay conductores que cuando les pasa algo colocan sus señales pegaditas al coche. Así no hay forma de indicar que hay un impedimento en la vía y el resto de coche se pueden llevar por delante los triángulo, y casi hasta el coche.
El camión estaba adornado con guirnaldas, grandes bolas de colores y un Papá Noel sobre el salpicadero. En un palabra, llevaba más adornos que un Belén. No vi su aspecto hasta que no cerró la puerta. No era muy alto, pero sí robusto, le sobraba un poquito de tripa. Llevaba una camisa roja, tipo leñador, las mangas arremangadas y los pantalones sujetos con unos tirantes. Su rostro, casi cubierto con una larga barba.
–Buenas tardes, señora, ¿qué le ha pasado?
–¡Ay, disculpe por pararle en un día como hoy! De joven, mi padre me enseñó a cambiar una rueda, me obligaba a hacerlo, a revisarlas, a cruzarlas, e incluso me dio una especie de tubería de fontanería para que pudiera hacer palanca y aflojar con facilidad los tornillos –le expliqué al hombre, nerviosa– No vaya a pensar que por se mujer no sé cambiar una rueda. Pero ahora soy mayor y mis rodillas no me permiten agacharme…
–¿Dónde está esa rueda? –me preguntó, sin contener una carcajada, acercándose al coche–. Esto está hecho en un periquete.
Yo ya había sacado la rueda, el gato y la poca herramienta de que disponía, esa que mi marido siempre decía que era inútil y solo ocupaba espacio porque nunca necesitaría utilizarla. El camionero se arremangó un poco más las mangas de la camisa y se puso manos a la obra, mientras yo seguía hablándole por esa imperiosa necesidad de seguir dándole explicaciones.
–¡Qué fatalidad! Es que no he podido llamar ni a la grúa ni a mi marido. Vivimos muy cerca, pero el móvil se me ha quedado sin batería.
–No se preocupe, mujer. Esto es un momento.
–Muchas gracias. Es que un día como hoy y a estas horas. Ya pasa poca gente, todo el mundo está deseando estar en casa. ¿Usted va lejos? –le pregunté, que menos que darle algo de conversación.
–Pues aún me queda algún reparto que hacer y luego, para Murcia.
–¡Ah, Murcia, qué buenos recuerdos!
–¿Conoce Murcia?
–Sí, bueno, nosotros veraneábamos en la Manga –callé para coger aliento–. Cuando éramos felices.
–Ah, ¿qué ya no los son?
–¿Y quién es feliz hoy en día? –contesté intentando evitar explicaciones, esas que mi marido dice que tengo que estar siempre dando a personas que no nos conocen.
–Bueno, todavía hay mucha gente feliz. Por ejemplo yo estos días trabajo mucho, pero si yo trabajo, mucha gente es feliz.
No entendí mucho. Que su trabajo afectara a la felicidad de otros, máximo en estos tiempos… Ay, pensé para mí, cuánto antes terminara, mejor.
–¿Y le va a dar tiempo a llegar a su casa a la hora de la cena?
–Bueno, si llego cuando ya estén dormidos, mejor.
Mejor no seguir preguntando.
–Ya está –dijo al tiempo que se levantaba un poco fatigado. Demasiada barriga.
–No sabe cómo se lo agradezco. Mi marido estará preocupado –comenté mientras le ofrecía unos pañuelos de papel para que se limpiara–. Dígame qué le debo.
–Jo, jo, jojooooo. No me haga reir, señora, ha sido un placer.
Me ayudó a recoger todo en el maletero y, tras un apretón de mano, subí al coche y arranqué. Por cortesía, bajé la ventanilla derecha y volví a darle las gracias:
–Feliz Navidad, señor.
–¡Feliz Navidad! ¡Y tenga cuidado con las mariposas!
Iniciaba la marcha, pero busqué por el salpicadero algo parecido a una mariposa que se hubiera colado por el cristal. Nada. Instintivamente miré por el retrovisor, pero no había rastro ni del camión rojo, ni del señor de los tirantes. Solo había una inmensa recta, vacía, desierta, gris… Quise frenar, pero el miedo me empujó a pisar el acelerador. Antes de que pudiera reaccionar, estaba en casa.
–¿Dónde estabas? ¿Cómo se te ocurre salir hoy por la tarde, que está todo cerrado? –mi marido no podía ocultar su preocupación– ¿Y el teléfono? Te he llamado un montón de veces…
–He ido al cementerio.
–¿Al cementerio? ¿Hoy?
–¡Por favor! –le supliqué, intentando aplacar su enfado–. Tenía que llevarle al menos una flores.
–¡Estás loca!
–Sí, porque si te cuento lo que me ha pasado.
–No me cuentes nada. Siempre estás buscando señales dónde no las hay. ¡Cuentos de hadas y mariposas!
–¿Mariposas?
En homenaje a los camioneros, de los “Cuentos del hada Helena”, escritos por Flor Zapata Ruiz, una madre sin hijos. Su única hija, Helena, murió tras encontrarse en su camino con un conductor bebido en abril de 2005. Desde entonces escribe para concienciar, especialmente a los jóvenes, sobre los peligros de una conducción no responsable.