Las “aceras”, desde antiguo, siempre fueron un elemento arquitectónico cuya función básica era evitar filtraciones de agua y humedades en la base de las edificaciones, una parte más de la fachada. No, no busquéis esta acepción en ningún diccionario. Desde hace menos de medio siglo, con la expansión del tráfico rodado, la acera se ha reducido a “orilla de la calle para el tránsito de peatones” y así aparece ya en la actualidad hasta en los glosarios de Arquitectura. En nuestro “Érase una vez…”, recordamos la verdadera acera o “facera”.
Por Maite Cañamares
Dice el maestro Bastanier que los periodistas nos pasamos la vida guardando documentación que no sirve para nada hasta que un día –siempre con el permiso de la Wikipedia–, sí que sirve. Desde que escribo sobre seguridad vial siempre me ha descuadrado leer que hemos heredado de la antigua villa romana la división de calles en aceras y calzadas y que los romanos “construían las aceras de mayor altura que la calzada para impedir que los vehículos las invadieran y atropellaran a los viandantes que andaban por las calles”. Y entrecomillo, porque es un literal que se puede encontrar fácilmente en Google en decenas de referencias.
Confieso también que, si bien he visitado Pompeya –que es la villa romana referencia para esta afirmación–, no me enteré de esta parte de la historia, seguramente porque en las dos o tres horas que dura el tour turístico no da tiempo a asimilar tanta información, absorto como estás en las maravillas de las ruinas. Sí recuerdo, por contra, que el guía nos explicó que los bloques de piedra cruzados en medio de la calzada eran para atravesarla de un lado a otro cuando éstas se inundaban, lo que podría “traducirse”, como también se dice, en el primer paso de peatones –por pura empatía, puedo aceptar pulpo como animal de compañía–.
Pero lo que es un error es hacer un paralelismo entre la acera y la calzada de entonces en los mismos términos de usos actuales porque, para empezar, en las grandes villas del antiguo Imperio Romano no convivían viandantes con vehículos –tradúzcase vehículo como cualquier tipo de carruaje con ruedas–. De hecho, un dato histórico que también es fácil de encontrar en Google es que estaba prohibida la circulación de cualquier tipo de carruaje entre el amanecer y la puesta de sol, por lo que durante el día hasta el mismísimo emperador o el gobernador precepto de la villa correspondiente se desplazaba en una litera, tradición heredada de Grecia y que se prolongó en toda Europa hasta bien avanzada la Edad Media.
En la villa romana calle y calzada eran lo mismo, un espacio de vida y no de desplazamiento
La división por usos de la calle entre acera y calzada es absolutamente moderna. En la villa romana, la calle propiamente dicha corresponde al espacio que hoy denominamos en la vía pública urbana como la calzada –en latín tanto “calciata” como “callis” son vulgarismos derivados de “calx”, “calcis”, usados según la zona para definir un camino empedrado con piedras de origen calizo–. “ACERA” es un término que no aparece en nuestros diccionarios hasta casi acabado el siglo XVIII, una evolución del latín “facera”, y que en nuestro país empezó muy poco a poco a definir un espacio estrictamente de dominio público a partir el siglo XVI, con la configuración del Estado Moderno. Y no fue hasta entonces, porque la “facera” –del latín “faciarius” y “facies” (cara), cuya raíz etimológica coincide con “fachada”–, se había considerado hasta entonces parte de la propia vivienda, la suma de la “cara” exterior (fachada), más el tramo de suelo delantero (acera) del edificio, lo que en Roma se llamaba “domus”.
Por tanto, en Roma –y antes en Grecia, dado que la villa romana era prácticamente un calco de la griega– la facera delantera era parte misma de la propia domus, una extensión o espacio que separaba lo público propiamente dicho –la calzada– de las estancias privadas. No significa esto, sin embargo, que la facera fuera estrictamente propiedad particular, de hecho no podía venderse ni traspasarse en herencia, pero estaba regulada en el derecho romano como lo que hoy entendemos como “de uso privativo”, con servidumbres concretas y sujeta a concesión. La facera rodeaba todo la construcción de la “domus”, pero su principal se dividía en dos partes: la “ianua” o puerta de entrada a las zonas privadas –que en las casas más nobles y pudientes era porticada y la custodiaba un esclavo, los primeros porteros de la historia, para que los viandantes no ocuparan toda la facera–; y la “tabernae” u “officinae”, el negocio, comercio o taller del propietario de la domus, de acceso libre a toda la ciudadanía. Su anchura variaba en función de la relevancia de la calle y la categoría o status social de los vecinos de esta última.
En el Imperio Romano lo público y lo privado estaba supeditado a lo común
El uso privativo no solía generar conflictos de desorden público, dado que en el Imperio Romano, e incluso mucho después, no existía esa idea diferenciadora que hoy prevalece en nuestro subconsciente entre lo público y lo privado. Entonces, el concepto de lo común en el que se cimenta la comunidad y la ciudadanía estaba tan arraigado, que se le otorgaba más valor que a la propiedad o a lo particular. La calle lo dominaba todo y era el centro de la vida. Cada ciudadano, libre o esclavo, desarrollaba una actividad a pie de calle, desde la facera, a la vista de todos. Podían ser desde manufacturas a actividades de comercio, incluso tareas de maestro, banquero o arquitecto, que entonces no tenían la misma consideración que se las da hoy en día. Las calles romanas de la villa eran una mezcla de gente, niños jugando y comerciantes gritando a voces sus productos, incluidos los propios traficantes de esclavos. Todos sin excepción, más pobres o más ricos, libres o no, disfrutaban de calzadas y faceras, como verdaderos espacios comunales. Las normas técnicas y las ordenanzas urbanísticas se limitaban a tramitar las concesiones de estas faceras y, en lo relativo a edificación, determinar las anchuras, alturas –para evacuar bien las aguas y que éstas no entrasen en las viviendas– y los materiales de construcción, delimitando así una especie de frontera lineal entre las calzadas y las viviendas propiamente dichas.
Pie de foto: “Alegoría del buen gobierno”, de los hermanos Lorenzetti, Pietro y Ambrogio. Mural del siglo XIV situado en el Palacio de Siena (Italia), obra cumbre de corte profano de la pintura gótica que simboliza la importancia del bien común por encima de ningún interés privado.
La acera como concepto de linde o frontera
La última frase del párrafo anterior es intencionada. Si tú haces una consulta del término “acera” en el diccionario de la RAE (Real Academia Española), te encontrarás esto:
La primera acepción, muy clara. La segunda, un tanto confusa. Si repites búsqueda, pero en esta ocasión del término “facero, ra”, te aparecerá esto:
El resultado ofrece ya un par de pistas. Aunque en desuso, las acepciones ya nos remontan al origen etimológico de la “facera” que explicábamos con anterioridad –del latín “faciarius”, de “facies”, cara–; y como adjetivo nos remite a la “facería”, que en el ordenamiento jurídico medieval determinaba las normas entre fronteras o linderos. En masculino, eran los espacios linderos entre dos términos municipales que se aprovechaban en común para, por ejemplo, el pasto de ganado; y, en femenino, la fila de casas a cada lado de la calle.
Este concepto de ”fila” o línea fronteriza aludía metafóricamente al “uti singuli” del Derecho Romano que otorgaba los usos de espacios por derecho público en calidad de ciudadano –“iure civitatis”– a todos los miembros de la comunidad por encima de lo privado y lo utiliza, por primera vez, Sebastián de Covarrubias en sus manuscritos de su “Tesoro de la lengua castellana o española” (1611), un verdadero tesoro, al tratarse del primer diccionario monolingüe del castellano. Pero ya desde el Renacimiento, y a raíz del crecimiento urbano y el cambio económico que caracterizó a los siglos XVI y XVII, esta simbiosis entre lo público y lo privado había ido sustituyéndose paulatinamente por un mayor control social y territorial de los espacios públicos, instituyendo mecanismos de dominación y de regulación a través de la expropiación y privación de uso de lo urbano, aceras incluidas.
Tal es el extremo usurpación que, en 1726, en el llamado “Diccionario de Autoridades”, se lee sobre la “acera” que: “si bien es la parte del suelo o tierra que está arrimada a las paredes de las casas por la parte exterior que mira a la calle (…) y que se deduce del latín facies, facera, no es la acera fachada o delantera de las casas, sino la parte del suelo contigua a las calles. Así parece más verosímil que esta voz venga del griego Seira, que significa cadena y también línea, por lo que la acera es una línea o fila continua delante de las casas”. Este repentino negacionismo histórico mediante la manipulación lingüística de la voz “acera” –llegando al punto de buscar una raíz etimológica distinta en base a una referencia literaria y no filológica de Covarrubias– solo se explica a raíz de que las sucesivas reglamentaciones de espacios públicos habían empezado a suprimir paulatinamente las antiguas concesiones y servidumbres de aceras, incorporando poco a poco estas últimas al inventario de bienes públicos del Estado. Modificar el origen de la palabra “acera” asociándola a una voz griega, fue una de las tantas operaciones de “blanqueo” que se realizaron para borrar del imaginario de los ciudadanos la simbiosis de acera y fachada y el derecho de uso privativo de la misma. Siendo este bien ya de dominio público municipal y eliminado su significado original hasta del lenguaje, lo que empiezan a primar son las tasas por ocupación privativa o aprovechamiento especial.
La calle, la acera y la calzada en el DRAE
Toda esta usurpación de la ciudadanía y de la participación, mediante la ocupación del espacio de uso público se ve reflejada maravillosamente en las sucesivas ediciones del Diccionario de la Real Academia Española (DRAE), la mayoría de las veces con cierta torpeza, pues si bien el Estado iba conquistando la calle al ponerla bajo su titularidad, los vecinos se resistían a abandonarla manteniendo los usos tradicionales:
- En 1817, la “fachada”, que hasta entonces se había definido como “parte anterior y delantera”, aparece por primera en el Diccionario como “(facies) parte anterior de algo que se pone a la vista y con especialidad se dice de los edificios”. El tramo de suelo de la facera, que hasta entonces formaba parte de la propia fachada, desaparece definitivamente.
- En 1884, la voz “acera” entra oficialmente en el Diccionario Oficial de la Lengua Española como “orilla de la calle o de otras vías de comunicación en las poblaciones, generalmente enlosada, o que se distingue por alguna otra circunstancia de lo demás del piso”. Desaparece el concepto de acera como espacio de vida y empieza a tranformarse en vía de desplazamiento.
- Por el contrario, y como no resulta tan sencillo expulsar al ciudadano, en la misma edición de 1884, la “calle” siguió definiéndose como “el espacio que queda entre dos aceras que forman las casas” y la “calzada” continuó siendo el “camino empedrado hecho para la comodidad de los caminantes y del tráfico público”.
- El “automóvil” no se coló en el Diccionario hasta 1925. Aunque desde el principio su lugar fue la calzada, la calle permaneció como el espacio de reunión y vida de los ciudadanos durante varias décadas más. Los comercios continuaron exponiendo sus productos en las aceras, los vecinos la limpiaban como propia para poder después tender sus sábanas prácticamente a ras del suelo, las sillas para tomar la fresca ocupaban todo el espacio y los caminantes seguían circulando por la calzada, esquivando a los niños que jugaban y corrían de un lado para otro. Y todo permaneció así hasta el boom del utilitario a finales de los 60. “Calle” y “calzada” continúan definiéndose igual que a finales del siglo XIX.
- Es en 1992, cuando la RAE modifica definitivamente las voces “calle”, “acera” y “calzada”. La primera se define como “vía pública entre edificios”, es decir, la suma de aceras más calzada; la acera se convierte en “orilla de la calle, generalmente más elevada y particularmente destinada para el tránsito de gente que va a pie”; y la calzada es, desde entonces, “parte de la calle comprendida entre dos aceras” con el añadido de “dispuesta para la circulación de vehículos”.
¿Casa o calle? Aunque nuestra actual mirada urbanita nos confunda, hubo un tiempo en que casa y calle prácticamente se confundían y la vivienda no era un lugar de estancia, si no un mero espacio para dormir cobijado. La vida se desarrollaba o, más coloquialmente, se hacía en la calle. Por suerte todavía quedan pequeñas localidades y son cada día más los barrios y villas españolas y europeas que, en pleno siglo XXI, mantienen su acera delantera, con servidumbres de paso, pero con la concesión de uso. Es este el espíritu de las calles y zonas residenciales, que en algunas zonas concretas han logrado revitalizar hasta el comercio a puerta de calle. ¡Faceras delanteras tendrás hasta muy cerca de tu domicilio! Cualquier terraza de bar, cafetería o restaurante es un ejemplo de que en España hemos sabido evolucionar con la latina “tabernae” de la villa romana.