Las normas están para cumplirlas, pero no se cumplen. Y si es grave que no lo hagamos los españolitos de a pie, peor aún es que la infrinjan quién se sentó a dictarlas o el que le toca defenderlas.
Por Maite Cañamares
Si alguna vez visitas Alemania y paseas por alguna de sus bellas ciudades, no cruces un semáforo rojo. Como la calle sea muy ancha, para cuando llegues a la acera de enfrente, querrías que se te hubiera tragado la tierra o haberte hecho invisible con tal de no tener que sentir sobre ti la mirada de reprobación de los peatones que esperan a verde. Tendrás incluso suerte si te libras de que alguien te aborde directamente y, señalándote el muñequito rojo, te recrimine directamente tu imprudencia. No exagero, he pasado por ese bochorno en Hamburgo. Para los alemanes, ya sean peatones o conductores, respetar un semáforo es 100% “sagrado”, sin excusas u opción al casi o prácticamente siempre. No hay debate posible: es una norma y, como tal, se cumple.
La norma aquí es exactamente la misma, pero directamente se incumple. Desde que pones el pie en la calle vas viendo peatones que cruzan por cualquier sitio menos por los señalizados, conductores que sistemáticamente son ciegos ante los pasos de peatones y aceleran en un semáforo ámbar o ciclistas… ¡Qué decir de los ciclistas, que te cruzan ya por todos los lados: por la acera, en el paso de cebra, en dirección prohibida…! ¿Qué no generalice? Por supuesto que lo hago: en España, y más concretamente en Madrid, la norma no la cumplimos, a no ser que haya agentes de movilidad a dos pasos de nosotros.
Que no lo digo yo, que lo dicen los datos
Saltarse un semáforo en rojo representa el 17% de las sanciones que se ponen en ciudad, la segunda infracción más cometida, solo después del estacionamiento indebido. En 2011 hubo 806 siniestros con víctimas en zona urbana por saltarse un semáforo en rojo, eso sin contar el número de atropellos fuera de pasos regulados. Ya en 2012, el ayuntamiento de Madrid cursaba 2.900 denuncias de media al mes con el sistema de 26 cámaras instalado en semáforos de la ciudad, sin contar con las que ponen los municipales donde no hay cámaras.
Extrapolar datos respecto al perfil de infractor es, por el contrario, prácticamente imposible. La creencia de que son las personas mayores las que, como peatones, más se saltan la norma a la hora de respetar las reglas cruzando por donde no deben o saltándose los semáforos, es únicamente fruto de encabezar tristemente el número de víctimas de atropellos. A los mayores se les ve más cuando cruzan a lo loco, únicamente porque caminan más despacio por su edad, pero a la hora de jugarse el tipo lo hacen por igual jóvenes y no tanto, hombres y mujeres y, lo más grave, mamás y papás con los niños de la mano. Y por si esto fuera poco, infringen la norma ciudadanos normales y corrientes, con mayor o menor formación, pero también responsables de la autoridad, los propios legisladores que redactan la ley y hasta los que tienen que juzgar por no cumplirla.
El juez que también se salta semáforos
Un torero, múltiples figuras del fútbol, de vez en cuando un responsable del tráfico, ni qué decir tiene de responsables de seguridad vial o del mediático caso de la anterior presidenta de la Comunidad de Madrid, la lista es larga. Pero el revuelo formado por la abdicación del rey ha servido para que medio país no se entere del caso del juez del Tribunal Constitucional Enrique López. El domingo fue interceptado después de saltarse un semáforo rojo: en moto, sin casco y, para colmo, cuadriplicando la tasa de alcoholemia. ¡Ahí es nada!
Seis horas después de ser detenido, López presentaba su dimisión en el Tribunal Constitucional y en declaraciones a EFE admitía los hechos y asumía sus consecuencias, pese a insistir en que “había circunstancias personales que podrían justificarlos”. Es comprensible, aunque no justificable, que el famoso juez recurra ya a atenuantes dado que su delito va más allá de una simple sanción administrativa. Pero que el propio Tribunal Constitucional tache el hecho exclusivamente de “asunto privado” demuestra la total falta de empatía con las normas establecidas, que es lo que por ende al final conduce a un profundo rechazo social a la hora de cumplirlas. Y es que en materia de seguridad, resulta demasiado simple resumir todos los problemas en una cuestión de mala educación ciudadana cuando es la autoridad la que es igual de maleducada.